James está exultante. Llevaba años soñando con este día. Ha teñido su cabeza de rojo y se ha adornado con sus mejores ropajes y abalorios. La piel de vaca sagrada, aquella que sus padres le regalaran en la celebración de su eunoto, el día en que con 14 años se convirtió en guerrero, luce orgullosa sobre sus hombros.
James es el nombre cristiano de Oloishuru Ole Nairuku, jefe de la pequeña aldea masai de Embiti, situada en Masai Land, a 250 kilómetros de Nairobi. Hoy celebra su olarkiteng lorbaa, el ritual más singular de lacultura masai.
Son las cinco de la mañana cuando abandonamos el campamento. La oscuridad es absoluta; tan sólo la pálida luz de la luna llena y los faros del todoterreno iluminan la sabana. Caen algunas gotas de agua, una fina llovizna que resbala lentamente sobre las ropas y nos recuerda que estamos en plena temporada húmeda. Guías masai, ataviados con sus típicas swuka (mantas) rojas, conducen los dos Land Cruiser que componen nuestra pequeña expedición. En ellos debemos cubrir los 32 kilómetros que separan las confortables instalaciones del Leleshwa Eco-Camp –un conjunto de siete tiendas de lujo donde hemos pasado la noche– de la aldea Embiti. Para recorrer esta distancia necesitaremos más de hora y media de traqueteante conducción a través de sendas imposibles. Debemos llegar antes de la siete de la mañana. Es domingo.
La presencia de extranjeros en el olarkiteng lorbaa es del todo inusual. La celebración es demasiado significativa como para convertirla en una atracción turística. Al menos por el momento. El ritual que vamos a presenciar simboliza el paso a elder chief o jefe adulto, el último eslabón en la larga cadena de la estructura social masai. En una cultura como esta, donde cada generación de hombres constituye un grupo unido que pasa, conjunta y sucesivamente, por los distintos grados de edad, el olarkiteng lorbaa es un gran acontecimiento. Tanto que lleva aparejado el sacrificio de una vaca, el bien más preciado para un masai. Por ello, para presenciar este ritual, hemos aceptado el cumplimiento de unas estrictas reglas.
Cultura masai: cabeza teñida de rojo
Sopa, sopa, jambo, rafiqui... Hola, hola, bienvenidos. El saludo en maa, lengua nilótica oriental, y en suahili, idioma que la mayoría de los masai –el dos por ciento de la población de Kenia– conoce, marcan el comienzo de nuestra llegada al poblado. El jefe Oloishuru, con su cabeza teñida de rojo, algo habitual en las grandes celebraciones, sale a recibirnos. Le acompañan tres singulares personajes: Ole Depe, el más alto de ellos y tío por parte de madre; Ole Nyakuni, su tío por parte de padre, y Tumake ole Koikai, un íntimo amigo que juega un papel trascendental en esta celebración cargada de simbolismos. Todos son hombres sabios y respetados por la comunidad. A ellos se confiará cuando lleguen momentos difíciles. Algunos ancianos malencarados, desperdigados aquí y allá, recelan de nuestra presencia mientras rumian sobre la hierba los excesos de cerveza local –una mezcla fermentada de aloe vera, miel y azúcar–. Negros nubarrones cubren la sabana.
Por fin, la puerta de espino que bloquea la entrada a la manyatta –el conjunto de chozas que forma la aldea– se abre ante nuestros ojos. Por primera vez podemos contemplar toda la magia ancestral de una pequeña aldea masai. No hay glamour en el interior. Enormes cornamentas se agitan vacilantes tras la blanca empalizada atrapando de inmediato mi atención. El suelo del recinto es una escurridiza superficie donde se mezclan a partes iguales fango y excrementos. Caminar sobre ella es como hacerlo sobre una escurridiza alfombra de chicle. En un lateral, varias chozas de adobe y tejados planos, separadas unas de otras, hacen las veces de vivienda. No hay ventanas, tan sólo unas diminutas cavidades por las que se filtra tamizada la tibia luz de la mañana. Cruzo el umbral. Llegados de la claridad de la sabana, mis ojos tardan en adaptarse a la oscuridad de la estancia. Cuando lo hacen, el humo de la fogata que chisporretea en el interior nubla mi vista y me obliga a salir.
Comienza la ceremonia del Olarkiteng lorbaa
La brisa de la mañana trae el olor de los frescos pastos. El ganado ha pasado la noche recluido en el vallado de la manyatta, a salvo de hienas y leones , y ansía salir a la extensa sabana. El griterío de la chiquillería acompaña su atropellada salida. Un bonito ejemplar de color negro queda rezagado, azuzado por losbastones de los guerreros. Sus ojos se mueven frenéticamente. Se aprecia en ellos el terror del que se sabe condenado al sacrificio. El pueblo masai es extremadamente respetuoso con su ganado, de ahí que, ante su nerviosismo, intenten tranquilizarlo con un brebaje de miel y leche que vierten con mimo sobre la testuz. El animal, para nuestra sorpresa, se relaja, alejando por un instante la perspectiva de su trágico destino.
El camino desde la aldea hasta el lugar del sacrificio –un pequeño claro en la selva– se efectúa como una parada militar. Sólo los hombres participarán de esta singular procesión. Cada uno lleva encomendada una misión. La escena es soberbia: con el verde de la sabana como fondo, los jóvenes guerreros, enfundados en sus mantas bermellonas, conducen al animal al sacrificio. Rojo y verde, vida y muerte. A corta distancia le siguen el jefe Oloishuru y sus acompañantes.
Las normas que en su momento aceptamos cumplir se aplican ahora con rigor: está prohibido caminar frente a los oficiantes, lo que nos obliga a una endiablada carrera en paralelo, y nunca deberemos interponernos entre Oloishuru y su fiel acompañante. En la cultura masai, el paso a la ancianidad nunca se efectúa en solitario. Un fiel amigo, en este caso Tumake ole Koikai, elegido por su bondad y su sabiduría, acompañará al homenajeado durante el ritual. No se separarán ni un solo instante en varios días; ni siquiera durante la noche, pues dormirán hombro con hombro en el interior de la choza. Si por equivocación nos cruzáramos entre ellos, el lazo de unión podría romperse y las consecuencias, según la creencia masai, serían desastrosas.
El sol calienta la sabana por primera vez en el día. Aún no llueve, pero tras la caminata nuestras camisas están empapadas en sudor. Al contrario que en el poblado, donde apenas hay vegetación, las acacias y la maleza cubren el lugar. El entorno es magnífico. Una pequeña abertura entre la espesura actúa de puerta natural, dando paso a un amplio claro en forma de plato. No podría haberse elegido mejor lugar para un sacrificio. Aquí, invisible a nuestros ojos, crece oculto uno de los tótemes sagrados de los masai: el árbol de lija. Despacio, solemnemente, los oficiantes trazan un círculo en torno a él, mostrándole su respeto. Sólo los ancianos penetrarán en el círculo sagrado. Nosotros, expectantes, permanecemos a una prudencial distancia.
Un llamativo silencio invade la sabana; no hay voces, ni música, ni saltos, tan sólo una ligera brisa que sisea entre las copas de los árboles. Triste melodía de muerte. El sacrificio ha dado comienzo: el animal, atadas sus extremidades, es vencido sobre la hierba. Uno de los guerreros tapona sus fosas nasales con todo el peso de su cuerpo. La res no muge, no se opone. Parece resignada a su suerte. La escena es de una naturalidad que aterra. Vida y muerte en la sabana. De repente, en un postrero intento de resistencia, se agita con violencia. Una, dos, tres convulsiones... y queda inmóvil.
Vida y muerte en sabana africana
El afilado estilete del matarife pone fin al sufrimiento. Todo ha terminado. Rápidamente, con la habilidad de un cirujano, el cuchillo corta el cuello del animal y secciona su arteria. La sangre, tan roja como los swuka, amenaza con calmar la sed de la reseca sabana africana. Vano intento. Con tazas y cubos los guerreros se aprestan a recoger el preciado líquido. Más tarde lo mezclarán con leche y, tras batirlo, harán un amargo brebaje. En cuestión de minutos el matarife corta las patas del animal y lo despelleja. La piel, aún sanguinolenta, se seca sobre los arbustos. Esta noche Oloishuru y su fiel compañero dormirán sobre ella. Mientras, los guerreros encienden el fuego. Lo hacen a la manera tradicional, como lo han hecho durante siglos: frotando un par de maderos.
En la sabana nada se desperdicia. Lo mejor de la res –el lado que no tocó la hierba– se reserva para el jefe y su familia. El resto se consumirá durante la ceremonia. Mientras los hombres se afanan en sus preparativos, las mujeres y los jóvenes permanecen en la aldea ajenos al ceremonial. Allí, engalanados con collares y brazaletes multicolores, cantan y bailan. Los jóvenes guerreros forman un círculo e inician –los cuerpos rígidos, las manos en los costados, las rodillas juntas– un festival de saltos imposibles. El bronco sonido guturalinunda la sabana.
Tras recibir la mejor porción de carne, el jefe Oloishuru regresa junto a su familia. Pero antes de que pueda hacerlo, las mujeres del poblado escenificarán una curiosa y simpática pantomima. Formando dos filas paralelas, hombres y mujeres simulan una encendida discusión. Primero a gritos, y después agitando largas y flexibles varas. Las chanzas de unos y otros nos tranquilizan. De no ser así, hubiéramos pensado que una batalla campal estaba pronta a suceder. La representación forma parte del ritual. Los masai simbolizan así la lucha entre hombres y mujeres.
Sonido ancestral de los cánticos masai
De vuelta al lugar del sacrificio, el jefe Oloishuru y sus acompañantes penetran en el círculo prohibido. La carne está lista. Nadie comerá antes que él. Sin embargo, el jefe no tocará el alimento con sus manos, sino que esperará a que un venerable anciano se la acerque a la boca. La misma operación se repite con su amigo. Tras esta muestra de respeto, el resto de la carne se reparte entre los asistentes, incluidos nosotros que, amablemente, declinamos el ofrecimiento. Se hace el silencio. Es más de mediodía y el sol cae implacable sobre la sabana. Algunas nubes nos dan un ligero respiro, pero aún así la temperatura es considerable. No hay rastro de lluvias.
Acabado el festín, antes de regresar al campamento, los guerreros muestran su respeto a la divinidad dando ocho vueltas en torno al fuego. Es una escena digna de contemplarse: los alegres vestidos multicolores, las largas varas recortadas sobre el cielo plomizo, la atmósfera onírica del humo de la fogata. Entre cánticos, la comitiva emprende el lento camino a casa, impregnando con su sabor ancestral las infinitas extensiones de la sabana keniata .
Es hora de regresar. Agotados, nos recostamos en los Land Cruiser. El sol desaparece en el horizonte y las sombras cubren la sabana. Mientras, en nuestros oídos, aún resuenan con fuerza los cánticos masai. Profundos, lejanos...
Fuente: GEO
que pasada
ResponderBorrar