jueves, 5 de abril de 2012

La Vida de Keith Richards


Vida de Keith Richards
 Boris Muñoz

"Durante las 72 horas de abstinencia (el atroz cold turkey), dejaba las uñas tratando de subirse por las paredes de los cuartos de las clínicas de desintoxicación. Al recobrar la conciencia se descubría orinado y defecado de pies a cabeza".


Así que el viejo Keith Richards se decidió a contar su historia y publicarla no en forma de disco sino de libro. Y le puso un título simple pero que lo abarca todo: Vida.

Vida ha sido un gran éxito de ventas, manteniéndose muchas semanas en los primeros puestos de la cartelera de best-sellers del New York Times, a casi un año de su publicación. Lo que es más importante es que la crítica especializada ha valorado Vida de manera unánime, obsequiándole elogios que solo se reservan para unos poquísimos de los llamados autores mayores de la literatura.


Michiko Kakutani, la temida crítica literaria del New York Times, escribió sobre Vida: “La íntima y conmovedora historia del largo viaje de un hombre a través de décadas, contado con una prosa averiada, visceral, sin ninguna de las ínfulas, cautelas o auto- conciencia que usualmente asisten a los grandes artistas que posan para su autorretrato”.

Menos altisonante, pero más cerca del corazón del libro, Liz Phair, en el New York Times Review of Books, dijo: “Keith Richards ha hecho más, sido más y visto más de lo que tu jamás podrías soñar”.

Desde el principio el libro me hipnotizo con su torrente de anécdotas. Pero cuando me zambullí en él la sensación cambió. Sentí estar en presencia de una biografía no solo muy entretenida sino tremendamente honesta y profunda. Cuando lo finalicé me pregunté por qué sentía que era una gran libro. Obviamente, su poderoso atractivo no radica solo en las andanzas pantagruélicas de Keith o en el morbo que pueden despertar los abundantes chismes del rock’n’roll y la contracultura contados por uno de sus protagonistas. O tan siquiera por la constante tensión entre la experiencia y el destino, la intensidad del drama humano que esconde cualquier biografía, incluso la de aquellos tocados por la fama y el superestrellato. Hay mucho más que eso.


Vida comienza narrando –en clave de road movie– la predecible detención de Keith (sus compinches –Ronnie Wood, Freddie Sessler y Jim Callahan) en Arkansas, 1975, por estar cargado literalmente hasta las orejas de algunas sustancias ilegales –solo heroína, coca, marihuana, peyote y mescalina. Como en otros tantos momentos críticos en su vida, Keith logrará librarse de una condena por un pelo y de una manera propia del teatro del absurdo.

Cuando se alcanza el segundo capítulo de Vida ya se sabe que la lectura de este libro será un experiencia agitada y a la que sin embargo será imposible renunciar. De hecho, entre una y otra cosa, me tomó varios meses leerlo, pero en ningún momento lo abandoné –o él no me dejó abandonarlo. Al contrario: se me hacía imposible saltar partes o capítulos, pues a cada paso me encontraba inmerso en una nueva peripecia o en las honduras de alguna reflexión de Keith –después de leer el libro no veo por qué no tutearlo- sobre el rock’n’roll, la fama, la adicción las drogas, los misterios y la carpintería de la creación musical, y, desde luego, la camaradería y la amistad. Es más: a medida que pasaba sus páginas, inicié un viaje paralelo por la discografía de sus majestades satánicas desde sus años de Londres hasta los discos más recientes pasando por la reedición del icónico Exile on Main Street y un par de videos de conciertos, incluyendo el documental de Martin Scorsese, Shine a Light, de 2008.

El origen de la rebeldía

Se dice que en buena medida el arte proviene de la desviación de las energías vitales, así como de frustraciones y deseos, hacia el campo creativo. En Keith Richards, el arte musical tiene fuentes claras. Keith tiene ascendientes gitanos. Su abuelo Gus, era pastelero y tenía una banda de baile en los años treinta. Gus lo enamoró de la guitarra enseñándole a tocar “La malagueña”. Fue su primer “lick”. El temperamento levantisco e inconforme del joven hizo la otra parte. Keith quería escapar del Dartford de los 50, lo que equivalía a escapar de un determinismo social que no le dejaba otra opción de vida que ser obrero de fábrica.

Veamos lo que dice Keith de sus años de escuela secundaria, luego de que los maestros lo obligaran a repetir un año completo: “Esto fue un golpe al estómago, puro e incontaminado. En el momento en que esto pasó, Spike, Terry y yo nos volvimos terroristas. Estaba tan enfurecido que ardía en deseos de venganza. Tenía una razón para derribar a este país y todo lo que representaba… Si quieres engendrar a un rebelde, esa es la forma de hacerlo. No más cortes de pelo. Dos pares de pantalones, unos pegados al cuerpo debajo de los de franela del uniforme reglamentario, los cuales volaban al minuto que salía por la puerta… Fue entonces cuando empecé a ver el mundo de una manera diferente, no más a su manera [la de los adultos]”.

Mientras todo esto ocurría, Keith y Mick Jagger trabaron amistad a partir de un encuentro casual en una parada de autobús. Mick aguardaba con un puñado de discos de blues bajo el brazo. Al verlo, los ojos de Keith saltaron. Es difícil calcular todo lo que la historia contemporánea, desde la contracultura al hipermarketing, le debe a ese momento. Conformémonos con decir que fue la génesis de los Rolling Stones, una de las bandas de rock más famosas de la historia y sin duda la más longeva.

Se puede creer que lo que vino después es historia conocida. Sin embargo, esta autobiografía es la mejor prueba de que la información que han difundido los medios de comunicación sobre los Rolling Stones en los últimos cincuenta años es fragmentaria y especulativa, cuando no directamente fantasiosa. Oculta de la leyenda pública queda la vida privada y secreta de sus protagonistas.

Y Keith Richards tiene mucha más vida que contar que la que nos permite conocer su leyenda. Aunque fue uno de los primeros guitarristas en entrar al salón de la fama del Rock’n’ Roll, sus orígenes están enraizados en el blues y en personajes como Chuck Berry y Elvis Presley. Keith ofrece un relato muy íntimo de un joven en busca de un sonido que empezó versionando a los clásicos del blues estadounidense. Al principio faltaban piezas en el cuadro original: Brian Jones se unió al conjunto al poco tiempo. Pero según Keith, Charlie Watts, el más buscado, era ya un cotizado baterista de jazz en la escena londinense y a los aprendices de brujo les resultaba imposible pagar su tarifa. Tuvieron que seducirlo con la promesa de un nuevo sonido.

Cuando lograron encontrar toques regulares, Mick y Keith se mudaron juntos. Vivían en una desordenada covacha donde los platos sucios formaban torres y permanecían incubando bacterias durante días en el lavaplatos. Ensayaban todo el día y por las noches tocaban en escenarios de tres metros de largo por dos de profundidad. En ese espacio Mick Jagger desarrolló las proezas escénicas que hicieron de él, de acuerdo con Keith, el mejor showman del rock. Pero sabían que ser los impostores de la música de otros no los llevaría a ninguna parte. Debían inventarse como banda y para eso debían componer. La capacidad de escribir canciones, juntos y por separado, fue para Keith un gran descubrimiento. En algún momento, el músico se encuentra tan deslumbrado por este hallazgo que dice que las canciones rodaban como perlas por sus dedos.

La suerte tardó, pero cuando vino llegó de un golpe. Primero los Rolling Stones son esencialmente una banda de antro en la dinámica escena musical londinense. De pronto, tienen la suerte de ir a Estados Unidos y codearse con sus ídolos de acetato. Cuando “As tears go by” les dio el primer dinero contante y sonante, ya tenían casi tres años dando vueltas y habían llegado a ser teloneros nada menos que de James Brown. Keith habla de la llegada del primer dinero: “!Mierda! No quería comprarme nada particular o despilfarrarlo. Por primera vez en mi vida, gané dinero….Tal vez me compré una camisa o un juego de cuerdas”. Siguió “Satisfaction” cuyos acordes le llegaron en un sueño. Al despertar, tomó la guitarra y las grabó en una cinta que nueva que había puesto en el grabador antes de dormir. Era un momento de estrés para Keith, jalonado entre su primer amor Haleema y las groupies que empezaban a acosarlo. De ahí quizás provenga uno de los estribillos más famosos del rock: “I can’t get no satisfaction…I can’t get no satisfaction”, fórmula básica sobre la que Mick improvisó el resto de la letra. De ahí, simplemente saltaron a la fama y la inmortalidad.

Sus majestades satánicas

Analizar el éxito siempre es complicado y más aun explicar como una banda de rock puede llegar a ser el emblema de su época. Una de las virtudes de Vida es que su protagonista principal evita a toda costa hacer sociología de su época, pero da muchas claves para entender cómo y porque ocurrieron ciertas cosas. El fenómeno global de los Rolling Stones comienza en 1965, cuando se consuma la Invasión Británica iniciada por The Beatles con “I Want to Hold Your Hand”, a fines de 1963. Una revolución cultural se cocinaba. Mientras la guerra fría en el frente de Vietnam crecía, el mundo de ellos –los adultos- se fracturaba. El primer signo amortiguado de que el American Dream de Eisenhower, ideal nacional de los años 50 norteamericanos, había estallado por dentro fue la crisis de los misiles de 1962.

Los 60 no fueron sino la puesta en escena del inconformismo con ese mundo. El nuevo escenario era tomado por los jóvenes y su arquetipo más flamante el rockero. Los Rolling Stones cargaron tintas contra el mundo que les tocó en suerte y luego llevaron a cuestas el nuevo espíritu de la época con todas las contradicciones que eso implicaba: no eran revolucionarios en el sentido político, pero se les consideraba la vanguardia de una revuelta; su música no tenía un propósito redentor ni estaba “comprometida”, pero servía de banda sonora a las crecientes turbulencias sociales desencadenadas por la lucha de los derechos humanos y los movimientos antiimperialistas. Canciones como “Jumpin’ Jack Flash””, con un sonido deliberadamente rudo y una letra cargada de imágenes de tormenta, o “Let’s Spend the Night Together”, que era un banderillazo a la moral imperante, reflejaban un cambio radical en los valores generacionales. “Street Fighting Man” iba más allá pidiendo sin rodeos matar al rey porque era el momento propicio para una revolución en el palacio.

Esta proclama les valió que el imperio británico los viera como una amenaza. “Para mí fue la primera demostración de cuan inseguro son los estamentos y los gobiernos. Y cuan sensibles pueden llegar a ser a algo trivial, en verdad”. Al referirse a los 60, Keith recuerda la diferencia entre su primer viaje a Estados Unidos en 1964 y los drásticos cambios que vio en los jóvenes a partir de que empezó la recluta para Vietnam. El inconformismo crecía prácticamente a diario. “No hubieras tenido “Street Fighting Man” sin la guerra de Vietnam. Había cierta realidad penetrando lentamente”, subraya Keith. Si algún disco captura los retorcijones y dolores de parto de su época es Beggars Banquet, lanzado en la primavera de 1968, cuando las calles de París eran tomadas por los estudiantes.

Cuando Mick tuvo que rendir declaración durante uno de los varios juicios a Keith por rumbero y drogómano, sintetizó el sentir de millones de jóvenes en una frase: “Ustedes están viviendo en el pasado”. Ese mensaje era tomado como una amenaza al statu quo. En realidad se trataba de una contestación vital que sacudía los cimientos de una sociedad atemorizada con quienes pregonaban la simpatía por el diablo.

Al mismo tiempo, por dentro los Stones empezaban a vivir su revolución interna. Ya en 1967 algo se había quebrado por dentro. El éxito se les había subido a todos a la cabeza. A Brian Jones más que a nadie. Keith le quita la novia al infeliz de Brian. Keith y Anita Pallenberg huyen a través de Francia rumbo a Marruecos en el Bentley de Keith al mando de Patrick, su chofer belga. Páginas antes Keith se ha ido de juerga con John Lennon durante tres días, ambos en estados químicamente alterados. Pese a los hectolitros de heroína que han corrido por sus venas y las toneladas de cocaína que ha inhalado, Keith tiene una memoria prodigiosa. Sin embargo, solo le llegan imágenes borrosas de esa racha épica. Sin embargo, el episodio sirve para ilustrar lo que es este libro. Cuando Keith termina de evocar la diversión, pasa a recordar al amigo que fue John Lennon. “Me gustaba mucho John. Era un buen tonto en muchos sentidos. Solía criticarlo por llevar la guitarra demasiada alto. La llevaban a la altura del pecho, lo que constriñe tu movimiento. Es como estar esposado. ‘Por Cristo, tienes la guitarra debajo del maldito mentón. No es un violín’”.

Cuando Keith huye con Anita se supone que solo es para ayudarla a escapar de las golpizas y humillaciones de Brian. “Jugaba a ser Sir Galahad”, dice el músico. Pero la tensión sexual entre ambos crece hasta el punto en que Anita lo desahoga con un felatio de antología en el asiento trasero. De ahí en adelante quedan enganchados por largos años el uno al otro, y ambos a la heroína que se transforma en el vínculo más estable de una relación que dejó tres hijos, unos pocos momentos felices y muchas historias terribles de autodestrucción y tragedia.

Pero en los tiempos de Marrakech esto apenas se incubaba. Marianne Faithful, compañera de Mick en la época recuerda que la cautivadora sonrisa de Anita en esos días era una promesa de todo lo posible. De hecho, eso era Marruecos: el epicentro de personajes extravagantes, fugitivos, prófugos o desertores de una civilización donde no encontraban acomodo. Están el célebre fotógrafo Cecil Beaton, los magnates Getty y el heredero de la fortuna militar Krupp, quien según Keith, era un degenerado incluso para sus estándares.

Caídos del Olimpo

En esos días se decide la suerte de Brian Jones. Se le bota de la banda. Al poco tiempo aparece muerto flotando en una piscina. Keith no expresa mayor compasión por él. Tampoco su mirada sobre los restantes miembros de la banda es indulgente.

De Mick Taylor, reemplazo de Brian, dice que nunca logró integrarse y que se marchó sin tener ni él mismo claro por qué. Bill Wyman es apenas un figurante en el libro. Pareciera estar en la banda más para llevarse mujeres a la cama que por otra cosa. La principal contribución de Ronnie Wood tampoco parece ser musical ni creativa. Solo le concede ser un gran camarada en las buenas y en las malas, pero lo trata como un chico idiota, un adicto sin espíritu propio ni filosofía de la vida. El moderado Charlie Watts es el único que se salva de la lengua terrible de Keith y queda de principio a fin del libro no solo como un verdadero caballero, alguien que esta por encima de los baches y accidentes propios de 50 años juntos en la carretera, sino como un gran músico sensible y original, capaz de cargar con la banda sobre sus hombros.

Finalmente, Mick. Es la media naranja de Keith pero también el factor de la discordia. Para él llueven los elogios: el mejor showman, un gran arpista, alguien que puede ofrecer 10 veces más que David Bowie con solo un jean y una franela. En buena medida estamos ante seres humanos a quienes la fama les ha dado una escala de superhéroes y semidioses. Se trata, en realidad, de deidades olímpicas en pleno choque de egos, ambos con demasiados defectos y muy pocas virtudes. El Mick Jagger de este libro es un ser voluble, fanfarrón y engreído. A medida que pasan los años la fama lo transforma en una insufrible vedette discotequera, egoísta y desleal, al punto de traicionar a su propia banda con la fantasiosa idea de que el mundo gira entorno suyo: “Con ustedes: Mick Jagger y los Rolling Stones”.

A lo largo de todo el libro Keith dispara chorros de su abundante bilis contra su alma gemela, pero no lo hace solo desde un punto de vista personal. Lo primero que suelta es que Mick es una persona a quien nunca acabas de conocer. Ha reflexionado seriamente sobre Mick desde la perspectiva de una ética de la amistad. Para Keith la música y los panas lo son todo, en las buenas y en las malas y Mick “hace muy difícil ser su amigo”. Es posesivo y lo cela de todos, especialmente de los más salvajes –Gram, Bobby y Freddie. Oigamos a Keith clavar otro arpón: “La amistad es una disminución de la distancia entre las personas. A Mick no le gusta confiar en nadie. Yo confío en ti hasta que me pruebes que no eres digno de confianza. Y quizás esa es la mayor brecha entre nosotros”.

Pese a los encontronazos que fueron haciéndose cada vez más fuertes entre mediados de los 70 y finales de los 80, ambos músicos siguieron teniendo una relación creativa excepcional.

Exilios

A principios de los 70 se encerraron un verano de barranco, aliñado con todo lo posible, en un chatau del sur de Francia para fraguar el memorable Exile on Main Street. La confección de este disco es relatada en el capítulo 8 de Vida, el más loco de todo el libro, pues es un denso coctel de aventuras y desventuras personales con reflexiones sobre la creación musical y apuntes sobre la drogadicción. Como en sucede a lo largo del libro algunos personajes de la hora toman la palabra para contrapuntear con los recuerdos de Keith, lo que le da al libro un brillante dinamismo y lo convierte a ratos en una narración coral. Exile On Main St, es un parteaguas musical, pues llevó la capacidad de experimentación de la banda a límites nunca antes explorados. Oyéndolo 40 años después de su lanzamiento, se puede sentir en esa grabación lo que dice Keith acerca de la filosofía que diferenció a los Stones de otras bandas de su época: “Amar lo que hacemos sin importar lo que quieran allá afuera. Ese es uno de los encantos de los Stones”.

Fue en esa época que se sumergió de lleno en la heroína. Keith dice que durante los ensayos, decía que iba al baño y se pinchaba en la nalga para no dejar marcas en sus brazos. Pasaba ahí dos horas atontado y luego regresaba a la guitarra.

Cuando se revisa la relación de Keith con los estados químicamente alterados no se puede hablar solo de adicción, sino también de dedicación y estudio. Por ejemplo, para muchos es un misterio cómo sobrevivió a todo mientras otros caían como moscas. Keith explica que ara mantenerse arriba usaba cocaína médica, es decir, el alcaloide puro, sin las mezclas comunes en el menudeo callejero. Las dosis de heroína que se inyectaban eran minuciosamente controladas. Nunca cedía a la tentación de excederse, pues su propósito no era agarrar la trona sideral, sino mantenerse operativo y consciente el mayor tiempo posible.

Hay que decir que su adicción tenía un propósito “constructivo”: dormir lo menos posible para vivir y hacer la mayor cantidad de cosas. Llegó a preguntarse cómo podía “ayudar a la pobre gente que necesita dormir todos los días”. Ponía su adicción al servicio de los proyectos de la banda, haciendo por decirlo así doble o triple turno. Esa energía maníaca se retroalimentaba con las drogas, al punto que una vez pasó nueve días seguidos sin pegar el ojo, hasta que se desplomó dando con la cabeza contra un escritorio.

Sin embargo, admite que la seductora heroína llegó a esclavizarlo. Se sometía con frecuencia a tormentosas desintoxicaciones con métodos que parecen más apropiados para una rata de laboratorio que para una persona, pero recaía inexcusablemente. Una vez llegó al punto de comprar una provisión de juegos de enfermera en la juguetería FAO Schwartz de Nueva York para inyectarse con las jeringas de juguete. El mono-maniaco Keith trata su propia adicción filosóficamente, pero ve con displicencia a aquellos adictos incapaces de controlar la droga como John Lennon, quien solía pasar la nota vomitando abrazado al excusado o en el piso directamente inconsciente. Ciertamente, Keith se precia de tener un cuerpo que lo aguanta todo. Pero él también terminó vomitando bajo los bancos de una discoteca en París, mientras esperaba la llegada del “hombre” con la dosis. Durante las 72 horas de abstinencia (el atroz cold turkey), dejaba las uñas tratando de subirse por las paredes de los cuartos de las clínicas de desintoxicación. El recobrar la conciencia se descubría orinado y defecado de pies a cabeza.

Vivía metido en una corte a punto de ser sentenciado por traficante y contrabandista. Su ego no llegaba al mismo nivel del jactancioso Mick, quien, de paso, ya había perdido la paciencia con su estupidez y empezaba a tratarlo como a un imbécil –para excusarse dice que Mick es a la adulación, una droga que puede hacerte despegar de la realidad tanto o más que la heroína. Estos episodios se repitieron muchas veces hasta que a fines de los 70 se dio cuenta de que la adicción lo disminuía ante sí mismo. Su vida tocó el punto más bajo cuando su hijo Tara, de dos meses de nacido, murió en su propia cuna mientras Keith se encontraba de gira. No suspendió los conciertos para ir a enterrarlo, ni compartió su duelo con Anita, pues su matrimonio ya había naufragado. El cadáver fue cremado y Keith nuca supo que pasó con las cenizas. Por curioso que parezca se aferró a Marlon, su primogénito de seis años, como a una tabla de salvación.

Nos encontramos en las páginas 407-408 cuando Keith se percata de que la heroína lo idiotiza y que todos los junkies viven para su proveedor. “Era como si viviera con una patada en el estómago”, confiesa con resignación. “Pero soy mi propio hombre, me digo. Nadie puede decirme qué hacer. Y sin embargo te das cuenta de que te has puesto en manos de un narcotraficante y eso es vergonzoso”. Nadie crea que abandonará las drogas para siempre: seguirá su camino primero en compañía de una botella de Jack Daniel’s y luego, cuando las resacas se hacen muy fuertes, de vodka. Por supuesto, la cocaína seguirá siendo su compinche de toda ocasión en las próximas décadas.

El detective salvaje

Con todo, a medida que el relato de su vida avanza, el lector tiene cada vez más claro que el protagonista nunca pierde de vista una búsqueda creativa y vital. En ese sentido, es un detective salvaje que se sumerge en las profundidades del pathos para desde allí extraer sus energías creativas.

Entre las muchas buenas páginas de Vida, algunas de las mejores están dedicadas a la pasión por la música. Desde el retrato del artista adolescente hasta las descargas con los X-pensive Winos y los Wingless Angels, Keith está constantemente reflexionando sobre la música. Explica cómo hacer a una guitarra acústica sonar como una eléctrica; describe todo lo que le costó aprender ciertos trucos en la ejecución de su instrumento; destaca que en las peores situaciones se las ha arreglado para componer –es el caso de “Angie” o “Wild Horses”–; argumenta que la tecnología le ha robado espontaneidad y fuerza creativa –parte del espíritu de una banda– a la música desde los 80. Y todo esto lo cuenta sin perder el registro, es decir: aunque desentone siempre conserva un precario balance entre lo trivial y lo profundo, la sabiduría callejera de quien ha visto el mundo y el candor de quien cree ciegamente en que solo el trabajo creativo en la música puede redimirlo.

En el libro son muchos los testimonios de esa pasión por la búsqueda del sonido. El ingeniero de sonido Andy Johns cuenta que una alta madrugada durante la grabación de “Rocks Off” en Exile on Main Street, Keith le pidió que pusiera otra vez la grabación. Un momento después Keith se quedó dormido y Andy aprovechó para escabullirse hasta donde se hospedaba a media hora de camino. Cuando se metía en la cama, Keith lo llamó: “¿Dónde coño andas? Tengo una gran idea”. Andy reaccionó: “Salté en el carro, regresé y él tocó otra parte de la canción con una Telecaster, razón por la cual hay dos intercambios de guitarra en “Rocks Off”, lo cual sigue pareciéndome sensacional. Y la sacó en una sola toma. Bang, listo. Y estoy tan contento de que haya sido así”.

Tom Waits cree que lo que caracteriza a Keith es la capacidad de asombro, o más bien, que a sus años no padezca déficit de asombro. Y lo dice con más vuelo: “A Keith le gustan los diamantes en bruto…y parece maravillarse todavía por su música. De pronto para y sostiene su guitarra y la ve por un momento. Solo para quedarse perplejo ante ella. Es como todas las grandes cosas en el mundo, la mujer, la religión y el cielo. Si te maravillan, tu no dejarás nunca de asombrarte por ellas”.


Fuente: Prodavinci


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