Fotografías: Foto: Tommy Heinrich
Fuente: National Geographic
La luna llena ilumina la cara norte del K2. |
El equipo era tan reducido como experimentado. Los dos escaladores de Kazajstán (Maxut Zhumayev, de 34 años, y Vassili Pivtsov, de 36) intentaban coronar el K2 por sexta y séptima vez, respectivamente. El cámara polaco Dariusz Załuski, de 52 años, tenía en su haber tres tentativas. Tommy Heinrich, fotógrafo argentino de 49 años, había hecho dos expediciones al K2 pero tampoco había conseguido coronar.
La integrante estrella era Gerlinde Kaltenbrunner, una ex enfermera austríaca de cabello oscuro que a sus 40 años se enfrentaba al K2 por cuarta vez. Si por fin lo lograba, se convertiría en la primera mujer de la historia en subir sin oxígeno suplementario los 14 picos del mundo que superan los míticos 8.000 metros. Encabezaba la expedición junto con su marido, Ralf Dujmovits, de 49 años, que ya había ascendido todos los ochomiles (sin oxígeno excepto en un caso) y era el alpinista de gran altitud más respetado en Alemania. Había llegado a la cumbre del K2 por la cara paquistaní en su primer intento, en julio de 1994.
Para alcanzar el Campo I, Kaltenbrunner dirige la expedición a través de esta grieta en la parte superior del Glaciar Norte del K2. |
El 16 de agosto se pusieron en marcha en la que sería la primera y única oportunidad verdadera de hacer cumbre. Volvía a nevar, como lo había hecho la mayor parte del verano. Ese mismo día llegaron al Campo I, al pie de la arista norte; fue una noche de aludes y cayeron más de 30 centímetros de nieve. Aguardaron un día, confiando en que dejase de nevar en las laderas superiores para poder retomar la ascensión.
El 18 de agosto, a las 5.10 de la madrugada, decidieron salir a despecho de todo hacia el Campo II. Cada kilo extra era una carga; para aligerar peso, Gerlinde dejó su diario en la tienda. Dos aludes habían barrido la ruta abierta por los montañeros a lo largo de una extensa garganta. Hacia las 6.30 Ralf se detuvo. El estado de la nieve era tan precario que no podía seguir haciendo oídos sordos a lo que le decía el instinto.
Pero ahora, en la garganta que hay sobre el Campo I, pese a lo convenido y aun sabiendo que el retraso podría costar a su mujer la oportunidad de coronar, Ralf le suplicó que descendiese con él. «Ralf se puso a gritar que la ruta era muy, pero muy propensa a sufrir aludes. Se desgañitaba, desesperado –dijo Maxut posteriormente en un vídeo que colgó en su página web–, y Gerlinde le contestó, también a voces, “es la hora de la verdad. Si damos la vuelta hoy, día 18, perdemos la ventana de buen tiempo”.»
«Temía de verdad no volver a verla», explicó Ralf a posteriori.
En el que para ella fue el momento más angustioso de la ascensión hasta ese punto, Gerlinde observó cómo Ralf repartía el material colectivo entre el resto del equipo y se perdía en la niebla. Y entonces, en lo que quizá sea el ejemplo por excelencia de su tenacidad y fuerza de voluntad, Gerlinde reanudó la tarea que tenía entre manos. «No es que me diese igual el riesgo –diría después–, pero tenía un pálpito positivo.»
Tal y como Ralf había temido, la nieve acumulada en la ladera comenzó a resquebrajarse y a caer: tres pequeños deslizamientos sucesivos desencadenados por Maxut, Vassili y Gerlinde, que iban a la cabeza del grupo abriendo huella. El mayor alcanzó a Tommy, que se encontraba casi 60 metros más abajo; la avalancha lo volteó y le obturó de nieve la nariz y la boca. De no ser por la cuerda fija, tensa como la de un violonchelo, se habría visto arrastrado al vacío. Consiguió salir a la superficie, pero el deslizamiento había vuelto a rellenar el camino abierto, de modo que acabó por regresar él también.
Tras el abandono de Tommy, quedaban cuatro: Gerlinde, Vassili, Maxut y Dariusz. Abrir huella era un trabajo de Sísifo. Peor en realidad, porque ellos habían aceptado voluntariamente aquella tortura. Retira la nieve, rompe la costra de hielo con la rodilla, haz un escalón compactando nieve y hielo, súbete encima, deslízate hacia atrás. Y así una vez, y otra, y otra. Al cabo de 11 horas montaron un vivac en el Campo-Almacén del Hombro, por debajo del Campo II, y pasaron una noche infernal hacinados en una tienda biplaza. Al día siguiente salvaron los tramos más complicados de la arista y alcanzaron el Campo II, a 6.600 metros de altitud, donde se pusieron los monos de plumas. El sábado, 20 de agosto, avanzaron trabajosamente hacia el Campo III, al que llegaron por la tarde, exhaustos y helados hasta los huesos. Tomaron café con miel y se calentaron manos y pies sobre los hornillos de gas. Las lonas de la tienda llenas de escarcha restallaron toda la noche, azotadas por el viento.
«En un momento dado empezamos a ponernos nerviosos, en el buen sentido de la palabra –relató Gerlinde con posterioridad–. Nos cogimos de las manos unos a otros, nos miramos a los ojos y dijimos: “OK, mañana es nuestro día”.»
Pasión por escalar. El K2 ocupa un lugar único en el montañismo de altura. Aun siendo 239 metros más baja que el Everest, en el mundo del alpinismo siempre se ha considerado la montaña por antonomasia. El afilado triángulo de su silueta y su elevación sobre el terreno circundante no solo definen la imagen arquetípica del K2, sino que, en el aspecto práctico, la convierten en la montaña más difícil y peligrosa de escalar. En 2010 el Everest había sido coronado 5.104 veces; el K2, solo 302. Por cada cuatro alpinistas que han hecho cima en el K2, aproximadamente uno ha muerto en el intento. Tras las primeras tentativas por parte de equipos británicos e italianos en los albores del siglo XX, grupos estadounidenses abordaron la empresa en 1938, 1939 y 1953. Charles Houston y Robert Bates relataron la expedición de 1953 en el libro que ha dado en traducirse K2: La montaña salvaje. Esta personificación de una montaña despiadada ha cuajado de tal manera desde entonces que refleja, más que su terrible climatología, una especie de antipatía personal del K2 hacia los alpinistas que quieren congraciarse con ella para escalarla. En 1954 el K2 fue «conquistado» al fin por una expedición italiana que puso a dos hombres en la cumbre por la vía de la vertiente paquistaní, hoy habitual.
Gerlinde, la quinta de seis hermanos, se crió en una familia católica de Spital am Pyhrn, un pueblo de montaña del centro de Austria de unos 2.200 habitantes. Su padre, Manfred, trabajaba en las canteras de la zona; su madre, Rosamaria, era cocinera en un albergue juvenil. Gerlinde idolatraba a su hermana mayor, Brigitte, que le llevaba diez años. Le encantaba el deporte: nadaba, montaba en bici, esquiaba. En casa no sobraba el dinero; ella no fue al cine hasta los 17 años.
Se matriculó en una escuela deportiva, donde entre otras disciplinas se entrenaba en esquí y donde descubrió que era una buena esquiadora, pero no excelente. Mayor desilusión sintió al averiguar que quienes creía eran sus amigos le hablaban con resentimiento si los vencía en una carrera. La experiencia de sus tempranas rivalidades escolares se tradujo en un rechazo de la competitividad y plantó la semilla de su posterior negativa a considerarse una concursante en pos de récords contra otras alpinistas.
Fue en la iglesia, no en el colegio, donde se despertó su pasión por el montañismo. En un país donde la mayoría de las montañas importantes tienen una cruz en la cima, no es de extrañar que Erich Tischler, el cura de la parroquia, vistiese pantalones alpinos debajo de la sotana y que, si hacía buen tiempo, abreviase la homilía del domingo para animar a su grey a que fuera a las colinas. Gerlinde, que ayudaba como monaguillo, oía la misa con las botas en la mochila. El padre Tischler la guió en su primera excursión, a los siete años, y en su primera ascensión técnica con cuerda, al monte Sturzhahn, a los 13.
Kaltenbrunner y Dariusz Załuski clasifican el material en el lugar de almacenaje de la expedición, en el Glaciar Norte del K2. |
De vuelta en casa, Gerlinde ahorró dinero y juntó días de vacaciones para practicar senderismo y alpinismo en Pakistán, China, Nepal, Perú. Después de su primera expedición, su padre le dijo: «Muy bien, con una basta. Ya no tienes que subir a más».
«Él quería verme casada y con hijos», recuerda Gerlinde, quien a sus veinte y muy pocos años ya había comprendido que los niños no eran para ella. Le mostró fotografías a su padre e intentó explicarle la energía y felicidad que sentía en las montañas. Había riesgos, pero la enfermería le había enseñado que la muerte era parte de la vida. Y si necesitaba perspectiva, solo tenía que mirar a su hermana Brigitte, que ya había enterrado a tres maridos. Las desgracias podían ocurrir en cualquier momento, en cualquier lugar.
En 1998 ascendió al Cho Oyu, cerca de la frontera de China con Nepal, su primer ochomil en toda regla. Cuatro años después, en 2002, coronó su tercer ochomil: el Manaslu nepalí, de 8.163 metros. En el Campo Base conoció a Ralf Dujmovits, que por entonces, a sus 40 años, vivía su momento de gloria tras protagonizar la ascensión televisada de la cara norte del Eiger, en los Alpes suizos, un programa que fue seguido por millones de telespectadores. Ambos congeniaron y decidieron unir sus caminos.
Desde hacía más de 20 años las mujeres estaban presentes en el mundo del montañismo de altura, un reino dominado por hombres, pero a menudo se las seguía tratando con condescendencia. En 2003, tras una tentativa frustrada de conquistar el Kanchenjunga, Gerlinde tomó un avión a Pakistán para medir sus fuerzas con la cara Diamir del Nanga Parbat, de 8.126 metros. Por encima del Campo II se encontró abriendo huella en fila india con seis montañeros kazakos y uno español. Su presencia no fue mencionada por el jefe de grupo cuando este comunicó por radio que siete alpinistas ascendían hacia el Campo III. Cuando le llegó el turno de estar a la cabeza de la fila dispuesta a abrir huella, la apartaron a un lado. ¿Galantería mal entendida? ¿Desprecio arrogante de sus capacidades? Gerlinde no lo tenía claro, pero volvió cortésmente al final de la fila. La segunda vez que llegó a la primera posición y uno de los montañeros trató de echarla de nuevo, ella se dijo que ya era suficiente. Se puso manos a la obra y se ventiló la ladera virgen como un bulldozer sin parar ni una vez. Se trabajó la ruta entera hasta el mismo Campo III. Los escaladores que la seguían con un palmo de narices la apodaron «Cenicienta Caterpillar»; había demostrado ser una auténtica máquina abrecaminos.
Maxut Zhumayev asciende la arista de nieve entre los Campos I y II. |
Aquella primavera del año 2006, tras desistir también ella de coronar el Lhotse, encontró a Ralf esperándola en el campamento que habían levantado a 7.250 metros. Era una noche inusualmente cálida; tumbados al raso en los sacos de dormir, bajo las estrellas, con un lecho de nubes cubriendo la tierra a sus pies y el resplandor de lejanos relámpagos iluminando la cara del Everest, Ralf le propuso matrimonio.
«No sabía si estaba cabeza arriba o cabeza abajo –relata–. Tenía los pies completamente enterrados, pero podía mover un poco los brazos. Intenté coger la navajita que llevo en el arnés. Temía que la nieve me asfixiara. Logré atravesar la pared de la tienda con la navaja. Encima había unos 30 centímetros de nieve suelta, y saqué la mano de un golpe. Al cabo de una hora, o algo así, conseguí salir de la tienda. Sin calzado ni gafas de sol.»
Kaltenbrunner (de rojo), Załuski (de naranja), Zhumayev y Vassili Pivtsov ascienden una pendiente de nieve por debajo del Campo II. |
La monoplaza de uno de ellos seguía intacta; la otra tienda, ocupada por dos montañeros, había desaparecido. Se puso a cavar frenéticamente. Al cabo de una hora, dio con ella a dos metros de profundidad: dentro estaban Santiago Sagaste y Ricardo Valencia, sin vida. El único deseo que le inspiraba entonces el Dhaulagiri era descender.
A pesar de ese encontronazo con la muerte, volvió al Dhaulagiri al año siguiente e hizo cima.
Hacia la montaña salvaje.
Solo el acceso a la base del K2 ya es de por sí un viaje difícil. Me había organizado para acompañar a la expedición 2011 hasta el Campo Base Avanzado. Nos encontramos en Kashi (o Kashgar), ciudad de la antigua Ruta de la Seda, en el extremo occidental de China, y el 19 de junio nos dirigimos al sur en tres Toyota Land Cruiser seguidos de un camión cargado hasta los topes con más de dos toneladas de material en bidones de plástico azul: tiendas, sacos de dormir, hornillos, parkas, tornillos de hielo, placas solares, pilas, ordenadores, 2.750 metros de cuerda, 525 huevos, bolsas de pasta primavera liofilizada, una botella de Chivas Regal y un DVD de la película Carta blanca.
Se necesitaron decenas de camellos y ocho arrieros kirguiz para vadear el río Shaksgam con 2,2 toneladas de material rumbo al Campo Base Chino. Costes: 12.500 euros y ocho gafas de sol. |
Gerlinde y Ralf estaban muy ilusionados de acceder al K2 desde el norte por primera vez. La primera noche que pasaron en el campamento Ralf les mostró una imagen de la montaña confeccionada con datos cartográficos y fotografías de satélite. Maxut estudió los escalofriantes detalles de la arista norte, escalada por primera vez en 1982 por un grupo japonés; Vassili y él habían pasado muchas semanas en aquella arista en 2007, hasta que el mal tiempo y la escasez de comida y de agua los obligaron a abandonar.
«Muy pronto para enseñarnos esto –dijo Maxut, bromeando a medias–. Ahora dormir difícil. ¿Dónde está vodka?»
El tercer día cruzamos el paso de Aghil, a 4.780 metros de altitud, y descendimos al valle del río Shaksgam, que surge de los glaciares que hay bajo los picos Gasherbrum. Enormes terrazas de roca embarrada enmarcaban una amplia llanura de piedra gris recorrida por al menos una docena de canales de agua cargada de limo. Cruzarlos parecía sencillo, hasta que veías que uno de los burros perdía pie por completo y era arrastrado corriente abajo como una botella de plástico. Cruzamos a lomo de los camellos.
La mañana del quinto día, después de una hora de caminata, todo el mundo se detuvo en seco y clavó la vista hacia el sur, en el límpido cielo sin una nube, como pasmados ante la visión de un ovni. Allí estaba el K2, un coloso surgido de la tierra, sus caras cubiertas de hielo cintilando bajo el sol matutino como un espejismo. Se palpaba su poder. Era fácil entender la seducción que ejercía sobre los alpinistas, por más que su belleza estuviese imbuida de muerte y sus laderas congeladas estuviesen llenas de cuerpos enterrados.
Gerlinde, que había visto el K2 innumerables veces desde el sur, se sentó en una roca y contempló la montaña con lo que parecía una mezcla de emociones en la mirada. En ese momento no quise importunarla, pero al cabo de unas semanas le pregunté qué estaba pensando.
«Me preguntaba: “¿Qué debo esperar esta vez? ¿Cómo será?”», me dijo.
Dujmovits, Pivtsov, Zhumayev y Kaltenbrunner (de izquierda a derecha) estudian las fotografías de la arista norte del K2 en la tienda-comedor del Campo Base Avanzado. |
En estado de shock, Gerlinde descendió cuanto pudo pero solamente encontró un esquí antes de que la ladera se desvaneciese en el vacío. El cadáver de Fredrik fue localizado en la nieve, 900 metros por debajo del Cuello de Botella. Tenía 35 años.
Como le había ocurrido después de la tragedia del Dhaulagiri, Gerlinde no quería saber nada del K2 tras la muerte de Fredrik. Aturdida, triste, desilusionada por el precio de la vida que había escogido, volvió a casa. A finales de ese año Ralf y ella se fueron de vacaciones a Thailandia. Vivieron en la costa cuatro semanas. Comían pescado fresco. Escalaban acantilados en los que una caída significaba sumergirse en aguas cálidas y de un verde turquesa.
La gente siempre le había preguntado por qué seguía volviendo al K2. Durante mucho tiempo no tuvo una respuesta. Pero poco a poco empezó a pensar que la muerte de Fredrik no era culpa de la montaña. Lo despiadado era su pérdida, no la montaña. «La montaña es la montaña, y somos nosotros quienes vamos a ella», dice. Unos amigos hicieron una foto de un corazón dibujado con piedras de la playa alrededor de un mensaje que habían escrito con guijarros:
Gerlinde + Ralf
K2 2011
Y la puso como portada de la lista de material.
En comunión con el universo.
A eso de las 7 de la mañana del lunes, 22 de agosto, Gerlinde, Vassili, Maxut y Dariusz partieron del Campo IV hacia un lugar que era tanto la culminación de un sueño común como la cima de la Tierra.
Era un día totalmente despejado, como un regalo de la meteorología. Ascendían por un escarpado canal de hielo conocido como el Corredor de los Japoneses, el elemento predominante a esa cota de la cara norte de la montaña. Mas con solo un tercio del oxígeno disponible a nivel del mar, con zonas donde la nieve les llegaba hasta el pecho y rachas de viento cargado de punzantes cristales de hielo que los obligaba a detenerse y girar la cara, la progresión era lentísima. A la una del mediodía habían avanzado menos de 180 metros.
Las nevadas estivales lo complicaron todo aún más, desde abrir huella hasta desenterrar las tiendas tras las ventiscas. |
Al acercarse al rocoso borde izquierdo, giraron para ascender directamente la pared hasta que llegaron a un último serac alrededor de los 8.300 metros de altitud. Llevaban 12 horas escalando; estaban a 300 metros de la cima.
Por radio Ralf instó a Gerlinde a regresar al Campo IV para hacer noche, puesto que ya habían abierto la vía y se sabían el camino.
«Ahí no podéis dormir», le dijo.
«Ralf –contestó Gerlinde–, estamos aquí. No queremos volver.»
Cuando esa mañana se pusieron en marcha, todos sabían que la única oportunidad de hacer cumbre podía pasar por tener que montar un vivac. Con esa posibilidad en mente, Gerlinde había añadido a la mochila los 1,3 kilos extra de una tienda biplaza, además de un cazo y un hornillo. La misma idea había movido a Dariusz, Maxut y Vassili a cargar las suyas con más alimentos y cartuchos de gas. Días después Maxut trataba de explicar a Tommy el estado mental en el que se encontraban. «Aquí estaba el límite –dijo, trazando una raya en el suelo con la bota–, y hasta aquí lo sobrepasamos. –Puso el pie medio metro más allá de la línea–. Lo traspasamos por completo. Lo arriesgué todo, incluso a mi familia, mi mujer, mi hijo, mi hija, todo.»
Con crampones, piolets y cuerdas que fijaron previamente, los escaladores ascienden en diagonal hacia el oeste por el filo de la arista norte. La vía resultó ser más escarpada de lo previsto. |
A la una de la mañana Vassili, Maxut y Gerlinde se calzaron los crampones y, a la luz de las linternas frontales, empezaron a subir la pendiente desde la tienda. Dariusz seguía dentro, preparándose. Gerlinde giraba los brazos en grandes círculos, pero no sentía los dedos, y tenía problemas para desengancharse de la cuerda. Maxut notaba los pies como bloques de hielo. Volvieron a la tienda para intentar entrar en calor y aguardar al amanecer. Gerlinde no podía dejar de temblar.
Se pusieron de nuevo en marcha alrededor de las 7 de la mañana, justo cuando despuntaba otro amanecer inmaculado. Era ahora o nunca. En la mochila Gerlinde llevaba pilas de repuesto, guantes extra, papel higiénico, otras gafas de sol, vendas, colirio para la fotoqueratitis, cortisona y una jeringuilla. Pensando en su principal patrocinador, también llevaba una bandera con el nombre de una petrolera austríaca.
Y llevaba también una cajita de cobre con una figura de Buda que quería enterrar en la cumbre. Se metió bajo la ropa el medio litro de agua que había logrado fundir; en la mochila se congelaría.
Avanzaban ladera arriba hacia una rampa de nieve de 130 metros de largo que acababa en la arista de la cima. Seguían padeciendo el frío, pero a las 11 de la mañana se percataron de que pronto entrarían en la zona iluminada por el sol. A las 3 de la tarde alcanzaron la base de la rampa. En los primeros 20 metros constataron con euforia que se hundían solamente hasta debajo de la rodilla, pero pronto la nieve empezó a llegarles al pecho. Hasta ese momento se turnaban cada 50 pasos para abrir huella, pero entonces tuvieron que empezar a cambiar cada 10, con Maxut y Vassili haciendo turno doble. ¡Ay, Dios mío!, pensó Gerlinde, no puede ser que hayamos llegado tan lejos y ahora tengamos que volver.
«¡Puedes hacerlo! –exclamó Ralf por la radio–. ¡Pero vas con retraso! ¡Ten cuidado!»
Bebió agua. Tenía la garganta seca; le dolía al tragar. Hacía demasiado frío para sudar, pero se estaban deshidratando con solo jadear.
Cuando Vassili le dio alcance, le dijo que siguiese ella hacia la cumbre mientras él esperaba a Maxut. Al igual que Gerlinde, él y Maxut estaban a punto de conquistar el único ochomil que no habían coronado. Vassili deseaba hacer cumbre al lado de su compañero, pero no quería que la gente pensase que no había sido capaz de llegar al mismo tiempo que Gerlinde. «Pero luego tienes que explicar que esperé a Maxut», le dijo.
«Por supuesto que sí», contestó ella.
Y acto seguido recorrió los últimos pasos que la separaban de la cima del K2.
Los alpinistas celebran la llegada a la cumbre mientras Zaluski capta el momento. |
«Fue una de las experiencias más intensas de mi vida –relataría después–. Me sentí en comunión con el universo. Era muy extraño estar totalmente agotada por un lado, pero por otro llenarme de energía ante aquellas vistas.»
Un cuarto de hora más tarde llegaron Maxut y Vassili, codo con codo. Se abrazaron los tres. Al cabo de media hora llegó Dariusz con paso agotado y las manos afectadas por el frío al haberse quitado los guantes para cambiar la batería de la videocámara. Eran las 7 de la tarde. Sus sombras se proyectaban mucho más allá del pico del K2, al tiempo que la sombra piramidal de la propia montaña recorría kilómetros y kilómetros en dirección este y una hermosa luz dorada comenzaba a bruñir el mundo. Dariusz grabó a Gerlinde tratando de expresar lo que para ella significaba estar allí en aquel momento: «Me siento totalmente colmada de estar aquí ahora después de intentarlo tantas veces, durante tantos años». Rompió a llorar; luego recobró la compostura. «Ha sido difícil, muy difícil, tantos días… y ahora es simplemente asombroso. No tengo palabras –señaló con la mano el océano de cumbres que se extendía de un confín al otro–. ¿Veis todo esto? Pienso que cualquiera podrá entender por qué escalamos.»
Quédate con nosotros.
Por encima del Campo IV, Pivtsov (en cabeza), Zhumayev y Kaltenbrunner se aproximan al Corredor de los Japoneses. |
«En el descenso hablamos mucho –explicó Gerlinde–. Nos preguntábamos una y otra vez: “¿Todo bien?”. Era una escalada muy seria, muy exigente. Al frío se sumaban la pendiente, la altitud, el viento de noche y de día, y los efectos psicológicos: no nos quedaba cuerda para asegurar la ruta, y el terreno era muy escarpado y desnudo. Teníamos que ir muy despacio y movernos con muchísimo cuidado.»
Dos días después, cuando Gerlinde descendió del Campo I, Ralf se reunió con ella en el glaciar. Se fundieron en un abrazo largo. Gerlinde había encontrado en el Campo I la carta que él le había dejado con la esperanza de que retornase sana y salva: una misiva de más de metro y medio (estaba escrita en papel higiénico) en la que le profesaba su amor y le explicaba su decisión de dar media vuelta. «No quiero ser siempre la persona que te retiene…»
En el Campo Base Gerlinde se comunicó por teléfono vía satélite con el padre de Fredrik, Jan Olaf Ericsson, deseoso de saber todo lo que había visto desde la cumbre de la montaña en la que yacía sepultado su hijo. Recibió la llamada del presidente de Austria para felicitarla. El primer ministro kazako felicitó a Maxut y Vassili por Twitter. En la tienda-comedor, Gerlinde se quedó dormida frente a un plato de sandía.
Su familia al completo se presentó en el aeropuerto de Munich para recibirla. Su padre lloró al abrazarla, y por primera vez no le dijo que ya había escalado suficientes montañas y que era hora de dejarlo.
Gerlinde emprendió la expedición con apenas un kilo de grasa en el cuerpo, y a la vuelta había adelgazado siete. En una ceremonia celebrada en la ciudad alemana de Bühl recibió ramos de flores y regalos, entre ellos una botella gigante de vino tinto del Rin etiquetada con una fotografía suya en la cima del K2 con los brazos en alto. «Normalmente no voy por la vida con los brazos así –explica–. No es que me sintiese la reina del mundo, sino que quería abrazarlo.»
Pero cuando se lo enseñaron a ella, la escaladora torció el gesto y negó con la cabeza.
«No, Ralf, es un exceso. Lo siento, David, pero me parece un exceso.»
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