No se sabe exactamente cuánto carbono pasó a la atmósfera durante el Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno (MTPE), como llaman los científicos a dicho período, pero se calcula que fue más o menos la misma cantidad que se generaría hoy si los humanos quemáramos todas las reservas de carbón, petróleo y gas natural del mundo. El MTPE duró más de 150.000 años, hasta que el exceso de carbono fue reabsorbido. Produjo sequías, inundaciones, plagas de insectos y algunas extinciones. La vida en la Tierra sobrevivió, e incluso prosperó, pero cambió drásticamente. Hoy las consecuencias evolutivas de aquel máximo de carbono tan lejano están a nuestro alrededor; de hecho, nos incluyen a nosotros mismos. Y ahora nosotros estamos repitiendo el experimento.
El MTPE «es un modelo de algo que estamos empezando a vislumbrar, un modelo de lo que significa jugar con nuestra atmósfera», afirma Philip Gingerich, paleontólogo de vertebrados de la Universidad de Michigan. «La idea es que desencadenas algo que se te va de las manos y tarda 100.000 años en recuperar el equilibrio.»
Gingerich y otros colegas descubrieron el profundo cambio evolutivo del final del paleoceno mucho antes de que su causa se relacionara con el carbono. Desde hace 40 años Gingerich busca fósiles de ese período en la cuenca del Bighorn, una árida meseta de 160 kilómetros de largo al este del Parque Nacional de Yellowstone, en el norte de Wyoming. La mayor parte del tiempo excava en las laderas de una mesa larga y estrecha llamada Polecat Bench, que se extiende hacia el extremo norte de la cuenca.
Ahí es donde Gingerich ha documentado una gran proliferación de mamíferos. En mitad de la ladera, en una capa de sedimento rojo de unos 30 metros de grosor, ha descubierto fósiles de los mamíferos perisodáctilos y artiodáctilos más antiguos, y también de primates verdaderos (euprimates): es decir, los primeros miembros de los órdenes que hoy incluyen, respectivamente, a caballos, vacas y humanos. Fósiles similares se han hallado desde entonces en Asia y Europa. Aparecen por todas partes, como salidos de la nada. Nueve millones de años después de la colisión de un asteroide en la península de Yucatán, un cataclismo que según la mayoría de los científicos provocó la extinción de los dinosaurios, la Tierra pasó al parecer por otra crisis.
A comienzos de los años noventa, los mismos signos de una convulsión planetaria empezaron a observarse en Polecat Bench. Dos jóvenes científicos, Paul Koch, de la Carnegie Institution, y James Zachos, entonces en la Universidad de Michigan, recogieron muestras de tierra rica en carbonatos de cada una de las capas de sedimentos, así como dientes de un mamífero primitivo llamado Phenacodus. Cuando analizaron los isótopos de carbono en la tierra y en el esmalte de los dientes, encontraron el mismo máximo de carbono observado en los foraminíferos. Cada vez estaba más claro que el MTPE había sido un episodio de calentamiento global que no solo había afectado a unos minúsculos organismos marinos, sino también a grandes animales terrestres. Los científicos hallaron en el máximo de carbono (la huella reveladora de una liberación mundial de gases de efecto invernadero) una herramienta para identificar el MTPE en rocas de todo el mundo.
Ahí es donde Gingerich ha documentado una gran proliferación de mamíferos. En mitad de la ladera, en una capa de sedimento rojo de unos 30 metros de grosor, ha descubierto fósiles de los mamíferos perisodáctilos y artiodáctilos más antiguos, y también de primates verdaderos (euprimates): es decir, los primeros miembros de los órdenes que hoy incluyen, respectivamente, a caballos, vacas y humanos. Fósiles similares se han hallado desde entonces en Asia y Europa. Aparecen por todas partes, como salidos de la nada. Nueve millones de años después de la colisión de un asteroide en la península de Yucatán, un cataclismo que según la mayoría de los científicos provocó la extinción de los dinosaurios, la Tierra pasó al parecer por otra crisis.
A comienzos de los años noventa, los mismos signos de una convulsión planetaria empezaron a observarse en Polecat Bench. Dos jóvenes científicos, Paul Koch, de la Carnegie Institution, y James Zachos, entonces en la Universidad de Michigan, recogieron muestras de tierra rica en carbonatos de cada una de las capas de sedimentos, así como dientes de un mamífero primitivo llamado Phenacodus. Cuando analizaron los isótopos de carbono en la tierra y en el esmalte de los dientes, encontraron el mismo máximo de carbono observado en los foraminíferos. Cada vez estaba más claro que el MTPE había sido un episodio de calentamiento global que no solo había afectado a unos minúsculos organismos marinos, sino también a grandes animales terrestres. Los científicos hallaron en el máximo de carbono (la huella reveladora de una liberación mundial de gases de efecto invernadero) una herramienta para identificar el MTPE en rocas de todo el mundo.
Según la hipótesis más antigua y todavía la más aceptada, gran parte del carbono procedió de grandes depósitos de hidrato de metano, un peculiar compuesto semejante al hielo que consiste en una única molécula de metano atrapada entre moléculas de agua. Los hidratos solo son estables dentro de un estrecho margen de temperaturas bajas y presión alta; actualmente hay grandes depósitos de esos hidratos bajo la tundra ártica y bajo el lecho marino, en las pendientes que conectan las plataformas continentales con las llanuras abisales. Durante el MTPE, un calentamiento inicial causado por otro fenómeno (quizá la actividad volcánica, quizá ligeras fluctuaciones de la órbita terrestre que determinaron una mayor exposición de algunas regiones a la luz solar) pudo fundir los hidratos, lo que habría liberado las moléculas de metano en la atmósfera.
La hipótesis es alarmante. El metano atmosférico calienta el planeta 20 veces más deprisa por molécula que el dióxido de carbono. Después, al cabo de un decenio o dos, se oxida en CO₂ y mantiene durante mucho tiempo el efecto de calentamiento. Muchos científicos creen que algo así podría suceder en la actualidad: el calentamiento producido por la quema de combustibles fósiles podría desencadenar una liberación descontrolada del metano presente en las profundidades marinas y las regiones árticas.
Lo que pasó en la cuenca del Bighorn fue una remodelación a gran escala de todas las formas de vida. Scott Wing, paleobotánico del Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian Institution, lleva 36 veranos recogiendo hojas fósiles en la región. Todos los años, cuando llega el mes de julio, vuelve una vez más a las excavaciones con la esperanza «de que se haga la luz», como él dice.
Hace unos años se hizo la luz. «Llevaba unos diez años buscando un afloramiento de fósiles como este», dijo Wing. Estábamos sentados en una ladera, unos 25 kilómetros al sur de la carretera 16, entre Ten Sleep y Worland, al oeste de las montañas Bighorn, golpeando con un martillo las piedras de una zanja excavada previamente por los ayudantes de Wing. En las laderas lejanas se veían claramente las franjas horizontales rojas, entre estratos grises y amarillos, que caracterizan los terrenos del MTPE. Abajo, en una hondonada, la bomba de un pozo petrolífero se balanceaba fuera del alcance de nuestros oídos; desde lo alto de la colina se divisaban media docena más. En los silencios intermitentes de nuestra conversación, el único sonido era el de los martillos: golpes sordos, otros metálicos y distantes que resonaban como el eco de un diapasón, y el ruido de las rocas al partirse. Si golpeábamos con el martillo con suficiente persistencia, la roca cedía a lo largo del plano que separaba dos capas de sedimentos y a veces dejaba expuesta una hoja tan perfectamente conservada que con la lupa de Wing era posible ver las huellas de los estragos causados por los insectos hace 56 millones de años.
Pero Wing ha descubierto que en el momento culminante del MTPE, el paisaje se metamorfoseó en algo completamente distinto. Se tornó estacionalmente más seco y abierto, como los bosques tropicales secos de América Central. A medida que el planeta se calentaba, nuevas especies vegetales migraban desde el sur hasta la cuenca, desde lugares tan lejanos como la costa del golfo de México, a una distancia latitudinal de 1.500 kilómetros. Muchas eran plantas leguminosas, no las variedades hortícolas, sino árboles de la misma familia, semejantes a las actuales mimosas. Y casi todas estaban llenas de bichos.
De los cientos de hojas fósiles examinadas por Wing y su colega Ellen Currano, de la Universidad Miami en Ohio, un 60% tiene orificios o canales abiertos por insectos. Puede que el calor acelerase el metabolismo de los bichos y les hiciese comer más y reproducirse más deprisa. O tal vez la mayor concentración de dióxido de carbono afectó directamente a las plantas. De hecho, cuando se inyecta CO₂ en los invernaderos modernos, las plantas crecen más, pero su contenido proteico es menor, por lo que las hojas son menos nutritivas. Puede que sucediera lo mismo en el «invernadero» del MTPE. Quizá los insectos tenían que comer más para saciar el apetito.
La hipótesis es alarmante. El metano atmosférico calienta el planeta 20 veces más deprisa por molécula que el dióxido de carbono. Después, al cabo de un decenio o dos, se oxida en CO₂ y mantiene durante mucho tiempo el efecto de calentamiento. Muchos científicos creen que algo así podría suceder en la actualidad: el calentamiento producido por la quema de combustibles fósiles podría desencadenar una liberación descontrolada del metano presente en las profundidades marinas y las regiones árticas.
Lo que pasó en la cuenca del Bighorn fue una remodelación a gran escala de todas las formas de vida. Scott Wing, paleobotánico del Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian Institution, lleva 36 veranos recogiendo hojas fósiles en la región. Todos los años, cuando llega el mes de julio, vuelve una vez más a las excavaciones con la esperanza «de que se haga la luz», como él dice.
Hace unos años se hizo la luz. «Llevaba unos diez años buscando un afloramiento de fósiles como este», dijo Wing. Estábamos sentados en una ladera, unos 25 kilómetros al sur de la carretera 16, entre Ten Sleep y Worland, al oeste de las montañas Bighorn, golpeando con un martillo las piedras de una zanja excavada previamente por los ayudantes de Wing. En las laderas lejanas se veían claramente las franjas horizontales rojas, entre estratos grises y amarillos, que caracterizan los terrenos del MTPE. Abajo, en una hondonada, la bomba de un pozo petrolífero se balanceaba fuera del alcance de nuestros oídos; desde lo alto de la colina se divisaban media docena más. En los silencios intermitentes de nuestra conversación, el único sonido era el de los martillos: golpes sordos, otros metálicos y distantes que resonaban como el eco de un diapasón, y el ruido de las rocas al partirse. Si golpeábamos con el martillo con suficiente persistencia, la roca cedía a lo largo del plano que separaba dos capas de sedimentos y a veces dejaba expuesta una hoja tan perfectamente conservada que con la lupa de Wing era posible ver las huellas de los estragos causados por los insectos hace 56 millones de años.
Pero Wing ha descubierto que en el momento culminante del MTPE, el paisaje se metamorfoseó en algo completamente distinto. Se tornó estacionalmente más seco y abierto, como los bosques tropicales secos de América Central. A medida que el planeta se calentaba, nuevas especies vegetales migraban desde el sur hasta la cuenca, desde lugares tan lejanos como la costa del golfo de México, a una distancia latitudinal de 1.500 kilómetros. Muchas eran plantas leguminosas, no las variedades hortícolas, sino árboles de la misma familia, semejantes a las actuales mimosas. Y casi todas estaban llenas de bichos.
De los cientos de hojas fósiles examinadas por Wing y su colega Ellen Currano, de la Universidad Miami en Ohio, un 60% tiene orificios o canales abiertos por insectos. Puede que el calor acelerase el metabolismo de los bichos y les hiciese comer más y reproducirse más deprisa. O tal vez la mayor concentración de dióxido de carbono afectó directamente a las plantas. De hecho, cuando se inyecta CO₂ en los invernaderos modernos, las plantas crecen más, pero su contenido proteico es menor, por lo que las hojas son menos nutritivas. Puede que sucediera lo mismo en el «invernadero» del MTPE. Quizá los insectos tenían que comer más para saciar el apetito.
Fuente: National Geographic
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