martes, 2 de octubre de 2012

Hasta Morir de Borracho, Cementerio de Elefantes en Bolivia

Los cementerios de elefantes son los lugares donde supuestamente iban a pasar sus últimas horas los paquidermos en África. En Bolivia también existen estos sitios. No hay elefantes, pero sí personas que quieren morir al pie del cañón. Estos recintos, llamados irónicamente como “suites presidenciales”, son tugurios con piezas que se arriendan para quedar, literalmente, muerto de curado. Un suicidio de copete.

Estas suerte de pensiones funcionan de día como sitios acogedores en los que no se respira la muerte. Pero llega la noche y el ambiente se pone turbio. Después de las 20 horas, cuando se cierran las puertas de estos locales, quedan en su interior los curados de tiro largo. Esos que están consumidos por el copete y no hay nadie que los saque de su silla. Los más extremos aún, que ya no tienen vuelta, arriendan piezas, ubicadas en el mismo bar, para tomar hasta estirar la pata. Estas piezas suelen ser similares en todos los tugurios: un viejo colchón de paja, un tarro de lata para mear y dos litros de alcohol de 40 Grados marca Cocodrilo. Nada de comida: “cuando uno está borracho, la comida es lo que menos interesa”, dice el escritor y cronista Víctor Hugo Viscarra en sus memorias “Borracho estaba pero me acuerdo” (Correveidile, 2002). Viscarra, conocido como el Bukowski Boliviano que murió de cirrosis en 2006, ha sido uno de los pocos que ha dejado en evidencia la existencia de estos tugurios en sus escritos.

Cuando se arrienda una pieza, no hay vuelta atrás. Una cholita cierra con candado la pieza y sólo vuelve para ver como está su “hospedado” y si quiere más copete. Los más resistentes pueden durar hasta dos semanas tomando y sin comer nada. Otros estiran la pata a los dos días.

Una vez muerto, el cuerpo es botado a la calle. Horas después pasa una camioneta de homicidios y se lo lleva. Antiguamente, en los peores casos, se lo llevaba el camión de la basura. Pero ahora eso no pasa. Los restos del finado van a parar a una fosa común. Porque en la mayoría de los casos, se trata de indigentes que nadie los reclama. Sobre los cementerios de elefantes no hay mucha información. Para los bolivianos son parte del tabú. E incluso los niegan. Pero los hay. Están desperdigados por toda La Paz y El Alto, obviamente, de manera clandestina. El año pasado, en El Alto, la policía clausuró más de 250 bares, pensiones y cantinas. Una decena eran cementerios de elefantes.

La acusación vino de los mismos vecinos que están chatos de tener que pillarse “sorpresitas” por la mañana. Pese a la intervención policial, a la semana ya estaban abriendo sus puertas nuevamente. Y eso que les habían decomisado sillas, parlantes, mesas y hasta los vasos. Pero volvieron a funcionar. Este año se clausuró el bar más importante que se llamaba justamente “Cementerio de Elefantes”, tras la muerte de tres parroquianos intoxicados con copete.

Fuente: The Clinic

La narración del escritor Víctor Hugo Viscarra sobre el Cementerio de los elefantes, considerada fabulosa y hasta imaginaria, cobra vida en la ciudad de El Alto y descubre un mundo que intenta dar una explicación racional a la realidad.

EL GRUPO

La Vivi ha muerto ayer y su cuerpo permanecerá en el depósito legal de cadáveres de El Alto hasta que algún deudo con unos pesos en el bolsillo pueda recogerla de la losa fría donde reposa para brindarle religiosa sepultura.

Ana, hermana menor y única familiar de la difunta, tiene la voz quebrada porque sabe que otras tres personas del ‘grupo’ han transitado el mismo camino de la Vivi y han quedado insepultos.

Dos cirios encendidos, un plato pequeño con verdes hojas de coca y algunas prendas de la difunta al pie de un cuadro de papel de Cristo Redentor honran la memoria de quien ya no estará más en el ‘grupo’.

El improvisado servicio funerario, sin pompas ni coronas, apenas cuenta con un recipiente de cristal con algunas flores blancas y pequeñas ramas de manzanilla que desprenden un suave aroma, pero que no se imponen al del alcohol carburante que impera en el ambiente.

Una tenue luz ilumina la estancia, que descubre en Ana sus intensos ojos color miel, sus mejillas de tez blanca golpeadas por el frío viento andino y su larga cabellera azabache.

“Ya no tengo a nadie, sólo al grupo”, comenta Ana, y junto con sus palabras el aire que expulsa lleva consigo un inconfundible aliento a alcohol.

La Vivi tenía 30 años cuando el hilo de la vida se le cortó. Ella empezó a beber a los 11 años, como Ana.

El ‘grupo’ carga en las vísceras los mismos estragos causados por el alcohol: el hígado carcomido por la progresiva destrucción de sus células y la sustitución de éstas por tejido conjuntivo, enfermedad conocida como cirrosis biliar.

‘LA CH’ASCAMARÍA’

El refugio del ‘grupo’ de la Vivi funciona en la zona 16 de Julio de El Alto en una vivienda humilde donde se habilitó un bar, sucio, descuidado y de mala reputación en el vecindario. La Intendencia Municipal de El Alto, con todo el rigor de la ley, clausuró el local un par de veces, pero volvió a funcionar horas después.
A estos locales, que operan clandestinamente diseminados en la urbe alteña, los uniformados de la Intendencia los bautizaron como “cementerio de elefantes”.

Víctor Hugo Viscarra, fallecido por cirrosis en 2006, fue un escritor y cuentista boliviano que patentó en su obra, en su peculiar estilo, aquello del “cementerio de los elefantes”.

Asiduo visitante de las cantinas existentes por las décadas de los ochenta y noventa en el barrio de Tembladerani de La Paz, Viscarra desarrolló su vida en la marginalidad, mundo del que nutrió toda su obra literaria.

Ese permanente recorrido por locales de la vida nocturna paceña como El Averno, Las Carpas, Sal si Puedes, Más y Más y, entre otros, El Ayllón, conoció el Cementerio de los elefantes y escribió sobre él.

Al ‘cementerio de los elefantes’, según cuenta Viscarra en su libro Borracho estaba pero me acuerdo, acudían sólo bebedores consuetudinarios. Si alguno de ellos decidía morir era encerrado en un cuarto y bebía hasta que la vida se le apagara.

La sede del ‘grupo’ tiene algo de aquello. La diferencia, sin embargo, es que sus miembros prefieren una agonía mucho más prolongada, como la que experimentó la Vivi: la de la dosis de muerte diaria por casi dos décadas.

En la calle Beltrán de la popular zona 16 de Julio, no muy lejos de donde el ‘grupo’ tiene su refugio, funciona otro local, clausurado en tres ocasiones por la Intendencia Municipal, donde fallecieron este año al menos tres personas que consumían alcohol.
Allí, una vetusta puerta metálica pintada de negro cierra el ingreso a un patio a cielo descubierto al cual se accede a través de un estrecho callejón tapizado de barro.

El local tiene en los extremos bancas de troncos de madera donde se sientan los parroquianos, y una vieja mesa de metal corroído.

Una lata de cino litros de alcohol carburante, ubicado en el extremo del patio, humea sobre un fogón fabricado de adoquines de barro.

Una media docena de bolsitas de té nadan en la infusión para matizar la bebida con aroma, color y sabor.

La Ch’ascamaría’, una mujer de cabello largo, despeinado, con moretones en el rostro, apenas controla su temblorosa mano al momento de servir en vasos desechables los tragos humeantes que los parroquianos, víctimas del frío y el vicio, beben con gran placer.

El bar de ‘la Ch’ascamaría, además del patio, tiene una estrecha habitación sin ventanas donde apenas caben un colchón fabricado de paja brava, un par de cobijas y tres bancas de madera.

TRES MUERTOS

“Esa habitación es un verdadero cementerio de elefantes. De ahí hemos sacado a tres personas muertas”, asegura el presidente de la zona, Rómulo Venegas, y otros tres vecinos, que prefieren el anonimato, corroboran la versión.

La Intendencia Municipal, aunque clandestino, clausuró el local y decomisó su precario mobiliario. Los vecinos, en tanto, demolieron la construcción, pero poco tiempo después se levantaron unas habitaciones de adobe y el negocio de ‘la Ch’ascamaría’ continuó.

Los vecinos planean expropiar el terreno ante la ausencia de la verdadera dueña tdel predio, que vive en Argentina.

El comandante de la Guardia Municipal alteña, teniente Raúl Orozco, asegura que locales sucios, descuidados y de mala reputación como el de ‘la Ch’ascamaría’, o el que frecuentaba la Vivi, donde se bebe en demasía, están diseminados por todo El Alto.

El joven oficial de la fuerza pública identifica en particular siete ‘zonas rojas’ en la urbe alteña: Senkata, Río Seco, Los Andes, 16 de Julio, Alto Lima, Villa Dolores y 12 de Octubre. Pero hay muchas otras.

Se ha constatado, por denuncias en la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen, que en esas zonas existen verdaderos ‘cementerios de elefantes’, donde varias personas han muerto intoxicadas.

Algunas tradiciones africanas cuentan que los elefantes –comenta Orozco–, cuando sienten que la muerte está cerca, abandonan la manada y, guiados por el instinto, se dirigen a un lugar que sólo ellos conocen, donde se amontonan las osamentas de sus ancestros, y se recuestan para dormir su último sueño.

“Algo de aquella tradición ocurre con los alcohólicos en los tugurios que hemos clausurado, por esa razón los llamamos ‘cementerio de elefantes’. Y no es ficción, es una situación real”.

80 POR CIENTO

Por las inmediaciones del ‘cementerio de elefantes’ de ‘la Ch’ascamaría’ –aseguran los vecinos–, una joven que transitaba por el lugar casi fue asesinada.

“Es que es bien grave siempre. Piden plata a quien sea, sin importar que sea niño o mayor, y han habido varios incidentes como ése. Sinceramente, da mucho miedo pasar de noche por este lugar porque hay mucha violencia”, lamenta un vecino.

Y es que la inseguridad ciudadana en El Alto es generada en un 80 por ciento por el excesivo consumo de bebidas alcohólicas, según el Director de Seguridad Ciudadana de la comuna, mayor Dayler Zurita.

Sólo en un operativo ejecutado la semana pasada entre el Comando Regional y unidades operativas, la Intendencia Municipal, en cuatro horas, desde las nueve de la noche hasta la una de la madrugada, atendió 164 casos.

“Un 80 por ciento de los delitos en El Alto está relacionado con el alcohol. Homicidios, atracos, atropellos, violencia intrafamiliar, violaciones”, explicó Zurita.

La dirección de Seguridad Ciudadana del Municipio, en enero de 2011, ejecutó 99 operativos a bares y cantinas. De ellos, 25 fueron clausurados.

“Los operativos se desarrollan en forma permanente, hasta tres turnos al día. En caso de que estos establecimientos no cuenten con licencia de funcionamiento se procede a su clausura”, explicó el jefe policial.

Desde 1952, la Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoce al alcoholismo, o Síndrome de dependencia del alcohol, como una enfermedad.

Sin matices, la OMS define al alcoholismo como “(…) un estado de cambio en el comportamiento de un individuo, que incluye, además de una alteración violenta que se manifiesta por el consumo franco de bebidas alcohólicas, una continuidad de este consumo de manera no aprobada en su ambiente socio-cultural, a pesar de las dolorosas consecuencias directas que puede sufrir, como enfermedades físicas, rechazo por parte de la familia, perjuicios económicos, y sanciones penales (…)”.

ANA
‘Los artistas’, como Víctor Hugo Viscarra llama en su obra a los bebedores empedernidos, “caminan de la mano de la muerte”.

Y a ella, decía el cronista de las noches paceñas, “hay que tenerla presente a cada momento y en ningún instante marginarla”.

La Vivi, a punta de alcohol quemándole las entrañas, entre amores apurados, violencia, frío y hambre, “siempre convivió con la muerte”, según Ana.

Hoy, el ‘grupo’ bebe, brinda y llora por la Vivi, que descansa en la fría losa de la morgue. Mañana se derramarán lágrimas por otro de sus miembros.

Para el ‘grupo’, inquilinos de los ‘cementerios de los elefantes’ –comenta la pequeña Ana, con la sabiduría de sus 12 años y huérfana de padre y madre– “el olvido es también otra forma de morir”.

El ‘Cementerio…’, según Víctor Hugo Viscarra

Gran parte de los cadáveres que la Policía recoge en la zona, a causa de una intoxicación alcohólica, son sacados en la madrugada de este ‘traguerío’ y arrojados a alguna callejuela alejada para que sean recogidos por la furgoneta.

Este lugar no es tan macabro como parece. Al contrario, cuando uno va en el día, es una cantina acogedora, y no resulta extraño ver a los ‘artistas’ compartiendo animadamente sus tragos entre charlas y maldiciones.

Atiende desde la cinco de la madrugada hasta las siete u ocho de la noche, pero el ‘artista’ que tras haber decidido suicidarse con trago ha macheteado suficiente dinero para este fin, puede quedarse en el local. No para dormir, sino para continuar la ‘farruqueada’ toda la noche.

Mas la farra ya no la realiza en el patio, porque en vez de morir intoxicado puede terminar resfriado, por lo que doña Hortensia hace entrar al suicida en un pequeño cuarto y ahí lo acomoda para que el susodicho termine apaciblemente con su existencia.

Me contaron que hubo tipos que duraron hasta dos semanas chupando como descosidos, sin meterle nadita de comida, y que murieron a duras penas.

También ha habido otros que no duraron ni dos días; sea como sea, no hay semana en que por lo menos uno se presente voluntariamente para pedirle a doña Hortensia que le deje chupar sin descanso.

Los cuates cuentan que hay otros ‘cementerios de elefantes’ en el mismo barrio de (Tembladerani), y eso puede ser cierto.

No se explica de otra manera que cada semana aparezcan en sólo ese sector tres o cuatro muertos a causa de una sospechosa intoxicación alcohólica.

Extracto del texto “El cementerio de los elefantes”, que forma parte del libro Borracho estaba, pero me acuerdo, de Víctor Hugo Viscarra.

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